¿Qué es un poeta que no recuerda las palabras, que puede ver las nubes, el mar, pero no sabe los símbolos que lo representan? ¿Existe la poesía en el silencio absoluto? ¿Existe alguna luz en la oscuridad de la muerte? Martín Cálix (El Progreso, 1984) nos entrega esta novela donde la poesía es un personaje despiadado, capaz de destruir el alma de quienes por amor la invocan. Sin soltar las imágenes literarias que le han hecho una carrera (Cálix ha ganado varios premios como poeta) hace ahora un retrato crudo, violento y sucio que ilumina, como un pintor de similes, el contorno de sombras que comen las almas de los poetas. Roque, el personaje de Cálix en , es un poeta que lo ha perdido todo: el alcohol se lo ha comido y lo escupió a la ciudad como un despojo humano. Él maldice la poesía, a la que responsabiliza del arrebato de su familia, su hijo, el único amor de su vida, la dignidad. En la cabeza de Roque, el alcohol y la poesía son una sola palabra, que lo condenó a ahogarse en su propio talento. Junto a Roque está la flaca, la chica que sufre del mismo mal del viejo poeta y va, inevitablemente, al mismo destino. Porque en esta ciudad que retrata Cálix los poetas no tienen final feliz. Roque recuerda su vida desde el pasillo hediondo de un asilo y allí, frente a un televisor viejo, con novelas mexicanas y partidos de futbol, circulan las musas que definieron su desgracia: el amor, el sexo, la poesía y la muerte. Tiene en su cabeza el mejor poema, pero no puede contarlo, sus manos están vacías ya de palabras. Huye entonces Roque a la frontera del mundo, allá donde el sol muere, para buscar eso que lo mantendrá con vida. Las palabras que le dan sentido al mundo. La poesía lo acompaña en ese viaje y Roque lo sabe, puede verla aunque no pueda nombrarla. Porque la poesía está en su cabeza, es el laberinto y es el carrusel, y partirá con él, al , cuando llegue la hora.